Oliverio Girondo Por Ramón Gómez de la Serna y 20 POEMAS PARA SER LEÍDOS EN EL TRANVÍA de Olivero Girondo



Oliverio Girondo

Por Ramón Gómez de la Serna
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Ilustración: Ricardo Ajler



Hace veintiún años, el año 1923, llegaba a mis manos un gran libro titulado Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, lleno de magníficas y originales metáforas y con unas ilustraciones en color debidas también al escritor y en las que había espléndidos aciertos, pues en Oliverio hay un gran pintor a la vez que un gran escritor.



¿Quién era aquel sonoro Oliverio Girondo que aparecía como autor del ancho y venturoso libro?

Sólo se atisbaba que era un “argentino”, y sin más antecedentes le dediqué mi artículo de primera plana en “El Sol” de Madrid, excepción dedicada a los Veinte poemas, porque yo nunca “hacía libros” en mi sección.

Íntimamente me dije: “He aquí un poeta en prosa hijo de los tiempos que corren, descubridor, precursivo, digno de compartir nuestro derecho a la primogenitura y a sentarse a nuestra mesa sin previo aviso.”

En seguida se me apareció en persona.

De voz simpática, profunda, número uno entre las voces de su raza, noté que había dado ese mismo tono de voz valiente, amistosa y varonil a lo que había escrito.

La primera voz autoritaria que dialogó con España desde la Argentina tuvo sin duda ese tono capitán de la voz de Girondo, elevada voz sobre las voces melosas y canturrientas que mestizaron el tono rotundo, bronco y, al mismo tiempo, agradable, de la voz americana erguida en la pura nacionalidad.

Porque yo he dado el título de la voz del mejor amigo a la voz de Oliverio, he de atestiguar que ese tono da valor a su obra y ha logrado imponerla en su estilo.

En vista del feliz encuentro cenamos en mi café de Pombo y con la última botella de un licor de rosas, un Rosoli que quedaba en la bodega del viejo café desde tiempos de Espronceda, brindamos por una amistad que había de intensificarse con el tiempo.

Hoy, que ya sé quién es Oliverio Girondo y lo que representa como precursor de la nueva literatura universal en la Argentina, voy a hacer su biografía de creador y de personaje.


Nace en Buenos Aires a últimos del siglo pasado.

Desciende por su padre de vascos de Mondragón —cuya casa blasonada cayó en los bombardeos de la última guerra civil— y por su madre, apellidada Uriburu y Arenales, de los conocidos próceres también vascos, entre los que se destaca el general Arenales, aquel militar valiente, de quien se cuenta que, abandonado por muerto, es hallado por el capellán, quien comprueba que una metralla le ha herido el cráneo; le lava la herida en un regato próximo y cubriendo el roto le aplica un mate, con el cual el general vive y batalla durante largos años.

Aquel gran militar que llevó el título de hijo del sol, como uno de los libertadores del Perú, tenía cosas que parecen ya anécdotas del nieto.

El Mondragón originario figura en los versos del poeta Lucano, que dice a propósito de la espada española:

Vencedora espada
de Mondragón tu acero
y en Toledo templada.

El niño Girondo tiene una infancia llena de rabonas, de paseos por el puerto para saborear el olor de las bodegas y toma parte en las primeras huelgas estudiantiles, tirando un huevo pocho de avestruz a don Calixto Oyuela.

Va a Europa con sus padres y allí estudia en el Colegio Epson, de Londres, pasando después a la Escuela Albert le Grand, en Arcueil, siendo expulsado porque un día arrojó un tintero a la cabeza del profesor de Geografía porque habló en su lección de los antropófagos que existían en Buenos Aires, capital del Brasil.

Vuelve a su patria y comienza su adolescencia literaria, en lucha con el falso modernismo, con la postal, con las intrincadas medusas de yeso que aparecieron en las fachadas.

Se licencia de abogado y se inician sus aficiones de paleólogo.

Revista de poesía Xul Nº 12 (mayo 1984) - Apuntes sobre Girondo. Clic para descargar.

Patrocinado por él y por otros dos jóvenes inteligentes y destacados, René Zapata Quesada y Raúl Monsegur, aparece un periódico efímero y teatralizante que se titula “Comoedia”.



Es la hora en que se reunía con la tertulia del doctor Ingenieros, en el Hotel París, donde Oliverio aprende las grandes bromas de la vida, las atrocidades divertidas que son principio del humorismo, esas bromas mezcladas de seriedad que le dan el secreto del trampantojo. Allí conoce al inventor que había inventado un aparato para subir muy alto pero que al preguntarle cómo descendería se quedaba patidifuso por no haber pensado en ese detalle; de allí sale para misteriosas logias donde con sorna doctoral preparan modelos de constituciones y hasta algún imaginario atentado que les pone en un brete porque había tomado demasiado en serio su papel aquel al que le había tocado cometerlo después del sorteo que habían amañado.



Como una veleidad de muchacho y ya que estaba viviendo la gran farsa, estrena en el Apolo, en colaboración con Zapata Quesada La madrastra, obra maeterlinckiana que tiene éxito, les da dinero y a cuyo primer personaje hay que internar poco después en el manicomio.

Otra obra titulada Lo de todos los días fue admitida por Joaquín de Vedia para el teatro que a la sazón dirigía, pero no hubo actor que quisiera adelantarse al público varias veces para decirle: “Porque los idiotas… como todos ustedes.”

Como para definir su suerte, para ver en perspectiva su época de jolgorio, de luces psiquiátricas, de proyectos en las tertulias de los cafés de Buenos Aires, se va a París, hace un viaje a fondo por toda Europa y consigue sus ya definitivos hallazgos, los que ya han logrado su propio estilo, los que formarán los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía.

Oliverio reacciona contra lo sublime, como desprendiéndose de la gran camama, encabezando sus poemas con este lema: “Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo sublime.”

Los poemas son de 1921 y de 1922 y están llenos de visiones y matices rotundos. Ve cómo “el sol pone una ojera violácea en el alero de las casas”, presencia al cura “que mastica una plegaria como un pedazo de chewing-gum” descubre “una señora que hace gestos de semáforo a un vigilante, al sentir que sus mellizos se están estrangulando en su barriga”, ve en Douarnenez cómo entran en la iglesia los viejos con gorro de dormir:

Para emborracharse de oraciones
y para que el silencio
deje de roer por un instante
las narices de piedra de los santos.

En Venecia ve “remos que no terminan de llorar”, y ya están allí sus primeras visiones de una Andalucía llena de “chulos con los pantalones lustrados de betún”.

Ese es el momento de nuestro encuentro, cuando yo escribí sobre su obra suponiendo haber leído sus poemas en un verdadero tranvía, en el Nº 8, que es el que hace mayor trayecto en Madrid, pues va del Hipódromo a la Bombilla y aun así tuve que sacar dos billetes porque todavía seguía leyendo el libro después del recorrido y entonces pedí al cobrador: “Billete hasta el último poema.”

Con su primer libro publicado Oliverio va a emprender de nuevo el viaje a Buenos Aires y en su despedida ya me habla de su proyecto de una gran revista y me pide colaboración para ella —no falté a mi palabra— y se despide con optimismo, diciéndome adiós con una muestra de papel aún no impreso en lugar de con el pañuelo.

Trae a Buenos Aires su inquietud, su facundia, su espíritu renovador. A poco funda con Evar Méndez y Samuel Glusberg, “Martín Fierro”, periódico no sólo de renovación literaria, sino artística, que se tonifica con el ingreso en la dirección de Eduardo J. Bullrich, Alberto Prebisch y Sergio Piñero, y funda junto con Ricardo Güiraldes y Evar Méndez la editorial “Proa”, anterior a la revista del mismo nombre.

En ese momento voy yo a visitar Buenos Aires, “Martín Fierro” me dedica un suplemento especial. Tengo proposiciones magníficas. Se me prepara un banquete circulante en que todos íbamos a ir comiendo como sucede durante la procesión de Semana Santa con el paso titulado la Cena, sentados en camiones preparados para el banquete.
Oliverio Girondo por Carlos Alonso. Exposición Homenaje, 28 de septiembre 1970. Galeria Artines.


Pero iba a ir también don José Ortega y Gasset que era el que me había animado al viaje y don José lo dejó para después y yo no me atreví a lanzarme solo a un mundo desconocido aunque lleno de amigos.



Oliverio aparece de nuevo en Madrid como llevando la representación del hemisferio cordial que aún me atemorizaba.



En ese breve interregno de apariciones y desapariciones pasan dos años y en 1925 aparece Calcomanías, editado por Espasa-Calpe y con portada del autor. Completaba en mayor extensión y ya en plena zona convincente la originalidad de un argentino que fue el primero de todos en soltar su lengua para la nueva habla de la paradoja y de la fantasmagoría desopilada.

Maestro en visiones escuetas y blasfematorias ve en Toledo:

Perros que se pasean de golilla
con los ojos pintados por el Greco.

Su visión de Sevilla se acrecienta y dice:

“Los parroquianos de los cafés aplauden la actividad del camarero, mientras los limpiabotas les lustran los zapatos hasta que puede leerse el anuncio de la corrida del domingo.”

Ve unos curas, esos curas que se afeitan en “cuatrocientos espejos a la vez” y “cuando salen a la calle ya tienen una barba de tres días”.

Ve en las juergas andaluzas esas cantaoras que tienen los “párpados como dos castañuelas”.

Su procesión de Semana Santa es un poco impía pero magistral y la sigue desde que: “De repente, las puertas de la iglesia se abren como las de una esclusa, y entre una doble fila de nazarenos que canaliza la multitud, una virgen avanza hasta las candilejas de su paso, constelada de joyas, como una cupletista.”

Hasta cuando se encara con El Escorial deja tamañas todas las descripciones y en aquel páramo de resonancias y piedras dice: “y se contienen las ganas de toser por temor a que el eco repita nuestra tos hasta convencernos de que estamos tuberculosos”.

De las muchas críticas que despiertan sus libros, sólo reproduciré algunos párrafos de la entusiasta de Jorge Luis Borges:

“Es innegable que la eficacia de Girondo me asusta. Desde los arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo verso mío donde hay puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es clara junto a una balaustrada celeste. Lo he mirado tan hábil, tan apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon y un apartarse de viandantes, que me he sentido provinciano junto a él. Antes de empezar estas líneas, he debido asomarme al patio y cerciorarme, en busca de ánimo, de que su cielo rectangular y la luna siempre estaban conmigo.

”Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón. Luego las estruja, las guarda. No hay aventura en ello, pues el golpe nunca se frustra. A lo largo de las cincuenta páginas de su libro, he atestiguado la inevitabilidad implacable de su afanosa puntería. Sus procedimientos son muchos, pero hay dos o tres predilectos que quiero destacar. Sé que esas trazas son instintivas en él, pero pretendo inteligirlas.

”Girondo impone a las pasiones del ánimo una manifestación visual inmediata, afán que da cierta pobreza a su estilo (pobreza heroica y voluntaria, entiéndase bien), pero que le consigue relieve. La antecedencia de ese método parece estar en la caricatura y señaladamente en los dibujos animados del biógrafo. Copiaré un par de ejemplos:

El canto tartamudea una copla que lo desinfla nueve kilos. (Juerga.) A vista de ojo, los hoteleros engordan ante la perspectiva de doblar la tarifa. (Semana Santa.) (Vísperas.)

”Esa antigua metáfora que anima y alza las cosas inanimadas —la que grabó en la Eneida lo del río indignado contra el puente (pontem indignatus Araxes) y prodigiosamente escribió las figuras bíblicas de: “Se alegrará la tierra desierta, dará saltos la soledad y florecerá como azucena”— toma prestigio bajo su pluma. Ante los ojos de Girondo, ante su desenvainado mirar, que yo dije una vez, las cosas dialoguizan, mienten, se influyen. Hasta la propia quietación de las cosas es activa para él y ejerce una casualidad.”
En los periódicos publica el mismo Girondo un anuncio así concebido:

ALGUNAS OPINIONES PREVISTAS

El público: Yo no lo he leído; pero según dicen los periódicos…

La crítica: No está mal; pero estaría mejor si fuera todo lo contrario.

Un aristarco: Es definitivamente malo, y sería tan malo si fuese todo lo contrario.

Una señora: Yo prefiero La Traviata de Massenet.

Una niña: ¡Lástima que una no pueda decir que lo ha leído!

Un literato: Las ilustraciones están bien; pero los poemas…

Un dibujante: A mí el texto no me parece mal. De las ilustraciones es preferible no hablar.

Un amigo: ¡Sí! Es preferible que no hablemos.


Después vuelve a Europa.

En ese tiempo nuestra amistad se reafirma en Madrid, en París, en Portugal.

Oliverio erguido como una bandera pasa englobando las cosas en sus ojos salientes y congestivos.

Visito con él los comedores solemnes de París sobre todo el del desaparecido Foyot y encontramos cafés y rincones en que se prolonga nuestra tertulia hasta el amanecer.

En Lisboa nos ensañábamos mutuamente las sorpresas más inauditas y yo le llevaba a comer a Cascaes donde tiraba de pez espada y hacía que el bodeguero nos despachase un vino antiguo con un gato en la etiqueta que había sido adquirido en la subasta de la bodega de la casa que allí tenía el rey portugués para sus conquistas, y Oliverio me llevaba a una plaza lisboeta donde el vendedor del mejor callicida del mundo presentaba en sus vitrinas los desprendimientos pedestres de tan grandes personajes como el Excmo. Señor Almirante Fernando Silva Moreira Fonseca y Campoforte.

En Madrid vivimos noches inolvidables de Botín y de Pombo, y en Segovia don Daniel y don Ignacio Zuloaga dan, en su honor, una corrida de toros, con Belmonte como lidiador.

Sigue los viajes en zigzag y aparece en Tetuán presenciando la guerra de España con el infiel marroquí y vive en el Hotel Excelsior de Roma con Nicodemi, rodeado de perros y de heroínas d’annunzianas o reaparece en París en una carpa instalada en el Palais-Royal, en una Feria a beneficio de los huérfanos y las viudas de los artistas teatrales, junto con Ricardo Güiraldes, bailando durante tres días danzas flamencas y tangos.

Por Buenos Aires circulan unos versos que aluden a esta locura deambulatoria de Oliverio y cuya letra es la siguiente:

A veces rotundo,
a veces muy hondo,
se va por el mundo
girando, Girondo.

En todos los sitios del planeta Oliverio Girondo vivía la bohemia vital, madre suprema del verdadero arte y de la no equivocada opinión.

Ha mantenido su bohemia toda su vida porque se dio cuenta con suficiente heroicidad, que esa es la luz que agracia con la picardía del tiempo la obra literaria.

Tuvo fuerza para soportarla sometiéndose al largo insomnio de los mejores, pues sin ese interminable insomnio no se es artista y poeta en la acepción antiprofesional y antiprofesoral de ambos conceptos, corregido el empaque y el decorativismo.

A través de esos laberintos de la bohemia se encuentra la metáfora que sólo puede aparecer después de los programas absurdos y desvelados. No se me olvidará el recuerdo de aquella excursión de Oliverio con un ruso a través de tres días y tres noches de París, en que a cada momento, cuando parecía que no podían más, el ruso exclamaba: “Le vrai programme commence maintenant!”

Le han pasado cosas extraordinarias en sus viajes.

En Roma, durante la guerra, va al Museo del Capitolio para ver la Venus más humana y más carnal de todas. Imposible. Como todas las obras famosas, se halla oculta en un sitio seguro. Trata, inútilmente, de violar la consigna. Le dicen que la Venus se encuentra en un sótano, rodeada de andamios y de bolsas de arena que la protegen contra un posible raid aéreo.

Decepcionado, da una vuelta por el Museo, pero no encuentra nada que realmente le interese.

En la puerta, un guardián le llama misteriosamente, y le confía con una sonrisa de celestina que si tiene un verdadero empeño en verla, quizás pueda satisfacer sus deseos. Queda en que volverá una hora después de cerrarse el Museo, es decir, a la hora de los escabrosos five o’clock teas.
Oliverio Girondo por Emilio Centurión, publicado en Martín Fierro Nº 2, marzo de 1924.

Cuando vuelve le introduce, subrepticiamente, en la conserjería, y después de recorrer galerías y galerías, bajan juntos una escalera oscura que les conduce a un enorme sótano.



Iluminada por la luz del atardecer que se infiltra por una claraboya llena de telarañas, divisa en la penumbra una mujer desnuda, acostada en una cama primitiva hecha con la paja de los establos. Es la Venus que le espera.



Después de varios minutos, al ver que continúa contemplándola, el guardián se impacienta y desaparece. Al quedarse solo se turba, no sabe qué hacer. Pero por suerte, el guardián regresa inmediatamente.

Un poco avergonzado le desliza las 50 liras convenidas y se va.

Profundizando más en sus aficiones de paleólogo y etnógrafo va a Egipto, donde revisa las tumbas y se consterna al comprobar que los pobres llenan los caminos como si no hubiese muerto ningún mendigo desde Ramsés I.

Trae notas y una divertida película de su viaje por el Nilo.

Oliverio vuelve a América, hace un viaje por el Pacífico recorriendo todas las repúblicas hasta llegar a Méjico, estudiando al detalle el arte precolombino y colonial. Le saludan con críticas halagüeñas desde Guillén pasando por Mariátegui, hasta Javier de Villaurrutia, que dice de él:

“Moderno, modernísimo, con una agilidad de pensamiento que nos conduce al terreno de la geometría. Sin embargo, tengamos presente que, más que una hipérbole, es una parábola la que Girondo describe. No se pierde descentrándose; cae siempre, tras de la trayectoria rica en peligros e iluminaciones, sobre sí mismo, en inteligente triunfo de acrobacia. Cirquero, sí, pero, como Rimbaud —Linneo alucinante—, cirquero que sabe ¿cuántos idiomas?, ¿cuántos secretos?”

Está en su plenitud. En “Martín Fierro” que ha seguido teniendo varios avatares emite Membretes y estudios, hasta que un día tiene que verle desaparecer.

Aún hace un viaje a Europa, quizás en despedida para mucho tiempo, y de este viaje vuelve con una estupenda barba negra, tan negra que me obligó a decirle que le había salido una barba teñida.

Una noche, antes de abandonar París, en la terraza del “Napolitano”, un señor, después de observarlo se le presenta como director artístico de la “Paramount” y le ofrece el papel de protagonista en un film que habría de desarrollarse en Sierra Morena, en el que tendría que encarnar a un “contrabandista —violinista”, pero Oliverio, aunque algo perturbado, declina el ofrecimiento con la misma sonrisa con que ha renunciado a tantas cosas representativas en su vida, como la secretaría de la embajada de Washington o el nombramiento de académico.

Al pasar por Norteamérica, en su viaje de vuelta, los niños norteamericanos le preguntaban señalándole la barba: “¿Pero por qué es usted tan sucio?”

En Buenos Aires su barba es triunfal, gauchesca, y flamante aunque una tarde en una cancha de fútbol veinte mil almas comenzaron a gritar: “¡Chivo! ¡Chivo!”, venciéndolas Oliverio con su sonrisa estoica.

En mi primer viaje a Buenos Aires el año 31 recorro con él la ciudad y me doy cuenta de sus misterios, comprendiendo cómo Oliverio me había anticipado en España, como legítimo cabecilla literario, la verdad argentina, dándonos a los españoles la sensación de un país paralelo a la España nueva, en idéntica lucha por las nuevas formas y los nuevos ritmos.

Por cierto que una noche en el Paseo de Julio después de un banquete conmemorativo, Oliverio entra en una de aquellas barberías de dos sillones y sentándose en uno de ellos dice al barbero: “¡Pronto, aféiteme la barba!”

Nunca he visto más consternado a un fígaro, pero tampoco lo he visto más digno, pues se negó a afeitarle y para no ser incorrecto le dijo: “Si persiste en la idea vuelve mañana.”

En 1932, cuando yo me vuelvo a España, surge su obra Espantapájaros con todo el escándalo que merecía tan decisivo libro. Oliverio alquila nada menos que un coche coronario —es decir, el coche que va detrás de la carroza fúnebre llevando las coronas— y en ese coche tirado por seis caballos y con cochero y lacayo vestidos a la moda del Directorio, eleva un gran espantapájaros con chistera, monóculo y pipa, alrededor del que revolotean unos cuervos y lo hace pasear por las calles de Buenos Aires durante algunas semanas anunciando su libro.

Merece tal reclamo ese libro que es su mejor libro y en que ya está lo que después ha de reaparecer en los libros de los jovencitos.

En ese libro admirable del que no ha hablado ni un solo crítico de las grandes publicaciones y al que la envidia ha evitado toda alusión, está la enjundia del talento irrespetuoso que es lo mejor de lo argentino.
Oliverio Girondo por Hermenegildo Sábat, publicado en La Opinión, suplemento literario, 1971.

En Espantapájaros todas son fecundaciones del porvenir y lo inventado en ese libro no tiene aún nombre. ¿Quién ha podido superar sus imágenes? ¡Nadie!



Es uno de los pocos libros libres que no recomendaré para los colegios, pero que ayudan a vivir la vida manumitida sin necesidad de inducir a la libertad desesperada y violenta de la calle. Con esa libertad del espíritu conseguida por un espíritu prócer como el de Oliverio se calma y se satisface, sin ofuscación, sin compromiso político, el gusto de evasión del alma.



Todo es sugerente y soberbio en este libro con sus mujeres que vuelan, con sus embajadores de Inglaterra con un bigote usado “como uno de esos cepillos de dientes que se utilizan para embetunar los zapatos”, con frases tales como: “¡La imitación ha prostituido hasta a los alfileres de corbata!” o “A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la transmigración”, con lirismos como este “Llorar a lágrima viva. Llorar a chorros. Llorar la digestión. Llorar el sueño. Llorar ante las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad o de amarillo.”

El escritor es hombre solitario, pulcro, superior y por eso se burla de las solidaridades. Así dice con un estilo que descubriréis imitado más de una vez en la literatura actual y en la próxima futura: “Se podrá discutir mi condición ornitológica y la eficacia de mis aperturas de ajedrez. Nunca faltará algún zopenco que niegue la exactitud astronómica de mis horóscopos ¡pero eso sí! a nadie se le ocurrirá dudar, ni un solo instante, de mi perfecta, de mi absoluta solidaridad.”

“¿Una colonia de microbios se aloja en los pulmones de una señorita? Solidario de los microbios, de los pulmones y de la señorita. ¿A un estudiante se le ocurre esperar al tranvía dentro del ropero de una mujer casada? Solidario del ropero, de la mujer casada, del tranvía, del estudiante y de la espera.”

Oliverio es ese largo capítulo sobre la solidaridad venga lo que hay que vengar en la idea suplantadora, y son de oír por lo menos dos solidaridades más:

“Solidario de las olas sin velas… sin esperanza. Solidario del naufragio de las señoras ballenatos, de los tiburones vestidos de frac que les devoran el vientre y la cartera. Solidario de las carteras, de los ballenatos y de los fraques…”

“Solidario por predestinación y por oficio. Solidario por atavismo, por convencimiento, por convencionalismo. Solidario a perpetuidad. Solidario de insolidarios y solidario de mi propia solidaridad.”

Todo tiene calidad en este libro, cualquiera de sus frases: “Te has jugado la vida tantas veces que posees un olor a barajas usadas” o “Fui célibe con el mismo amor propio con que hubiera sido paraguas” o “¿Resultará más práctico dotarse de una epidermis de verruga que adquirir una psicología de colmillo cariado?”

Su burla de la sublimidad ha llegado al colmo y tiene un capítulo reticente y retozón en que después de sostener que hay que sublimarlo todo, acaba con estas palabras: “Que otros practiquen —si les divierte— idiosincrasias de felpudo. Que otros tengan para las cosas una sonrisa de serrucho, una mirada de charol.”

“Yo he optado definitivamente por lo sublime y sé, por experiencia propia, que en la vida no hay más solución que la de sublimar, que la de mirarlo y resolverlo todo desde el punto de vista de la sublimidad.”

Espantapájaros es el libro de Oliverio, de este gran señor del espíritu y de la pampa, y este libro ha tenido una tirada de cinco mil ejemplares y es escandaloso y es funambúlico.
Oliverio Girondo por Hermenegildo Sábat, publicado en Primera Plana, 1967.

Después publica el largo estudio sobre pintura moderna, que valora el catálogo de las obras de arte nuevo que posee Rafael Crespo, estudio en que está comprendido el impresionismo y el cubismo, como sólo él después de sus frecuentaciones en París puede interpretar y desproblematizar.



En el filo del 37, Oliverio Girondo publica un libro extraño, pintado de negro y con el título de Interlunio. Ha querido guardar en este libro algo muy logrado y estricto y lo ha adornado con admirables, abismáticas y complejas aguafuertes de Spilimbergo.



No ha pretendido Oliverio en este libro más que lo que ha conseguido, troquelar una idea, captar un tránsfuga, practicar virilmente la obra bien hecha.

Salido al mercado en los días en que el español a salvo ha conseguido tal ciencia de los hombres, que si señala como su mejor amigo a alguien lo señala con mano de mármol, inmortalmente, puedo entender su estilo humano y su bondad íntima como nunca.

Este Interlunio es algo más que un cuento, es el luto y la cercioración de un caso de fracaso del extranjero incomprendido en la capital de las pampas, estacionado en los cafés y lecherías de la madrugada, llevado por el tranvía primero del día a la pradera de los cardos en las afueras donde la vaca, su madre definitiva le consolará con consuelo postrero.

Yo que he vivido ya en tres viajes y en tres estadas de años la noche porteña, he visto cuajarse en ella este tipo de Interlunio, impotente, desorientado, portentoso de falta de destino, solo, tembloroso, insucediente, problemático, de riguroso luto.

Se podría decir que este libro es el “tango” de Oliverio y, como siempre, traza la silueta de su personaje como no hay quién, viéndole “un esqueleto capaz de envejecer los trajes recién estrenados” y “una sonrisa de bolsillo gastado”.

El personaje tiene definiciones como esta: “Europa es como algo podrido y exquisito: un Camembert con ataxia locomotriz.”

Oliverio como siempre también continúa único en la síntesis de los ambientes.

“Recuerdo —dice— que fue en uno de esos cafés que no pegan los ojos. Las sillas ya se habían trepado a las mesas para desentumecerse las patas, mientras que —con un gesto que ha olvidado hasta el campo— un mozo sembraba aserrín sobre las baldosas humedecidas.”

Más adelante da la mejor definición del suelo de la ciudad al amanecer: “el asfalto iba perdiendo su coloración de film sin revelar”.

Oliverio Girondo será ya siempre el mismo contundente, antimelifluo, revelador y ahora hay que esperar ese libro de trescientas páginas que se titulará: Diario de un salvaje americano y que escribe en su isla del Tigre.

Él en pocos libros ha dicho muchas más cosas que los otros en muchos y sobre todo ha fijado su figura representativa de verdadero prócer de las letras y de la vida argentina.

Ve una vida espeluznante y repeluznada de la que es el humorista. Sobre todo lo que dice está el hombre culto, el poeta que sabe lo que es cursilería y lirismo fácil.

Hay una creación girondina, girondiana o girondesca, en que está marcado el imperio de lo argentino y que sólo un legítimo descendiente de los caudillos y de los primeros terratenientes, podía hallar con pauta tan categórica.

En medio de todo el engolamiento de la magistratura literaria y de la traición intrigante, Oliverio Girondo se dedica a ser el vigía y sin buscar un tema rusticano y nacional, mantiene en su pureza y agilidad ese encararse original del argentino con el mundo, conservando todo el purismo de ese encaro lenguaraz, expeditivo, genial.

Él no se ha dejado tentar ni por la cárcel blasonada del soneto ni por ningún premio y eso que la vanidad del lauro le podía haber tentado. Él sólo ha procurado acrecentar la inteligencia y la tensión de sus días, uniéndolos con desgarrada inquietud para poder encontrar a su hora la frase y la metáfora insólita.

Pero no importa la condición delirante de la obra sino esa rigidez moral que hay en ella, la moralidad por encima de la aventura, la dignidad por encima de la farsa.

Ha sido uno de esos pocos escritores que han soportado y sobrepasado la prueba de la pintura, la prueba por 2 de la condición de artista del escritor.
Oliverio Girondo por Toño Salazar, publicado en Argentina Libre, 1940.

Oliverio comprendió en su hora la pintura nueva, la pintura más piedra de toque que ha habido para saber si se estaba capacitado para la literatura nueva.



Él se supo rodear de esa pintura y en su aceptación de lo inaudito pictórico adquirió la facultad de escribir lo inaudito.



Es uno de los pocos seres que he encontrado en el mundo en los que la ecuación personal del literato está en la más perfecta coordenada con alma de literato.

Cuando todos los climas personales son difíciles de soportar, en Oliverio se da un caso excepcional, que agranda, dignifica y vuelve caballeroso al mundo, dándole además anchura inteligente y gracia persuasiva y humorística.

Al conocerle bien me dije: “He aquí el creador simpático, espontáneo, arquetipo morador del mundo que podrá llegar en sus creaciones hasta donde quiera su pereza.”

Esa franqueza, ese hablar llegado a la verdad de América está en Oliverio, en el que el vasco ha aceptado la encarnación americana en la latitud del primer capítulo de la Argentina, de su cabecera en el mapa por su elemento salteño.

Ya en Europa antes de conocer América había encontrado en Oliverio por primera vez con seducción, lejos de doctores antiparrados y de personajes oficiales de exagerada carátula, la netitud de América, su tono original, su afinidad diversificada, su indeclinable comprobación del universo que venía a cerciorarnos de su alegre veracidad.

Para mí ha sido un tipo comparativo, fiel contraste de lo que iba sucediendo, por primera vez creador de la fraternidad absoluta entre lo argentino y lo español, inteligido lo argentino a través de él e inteligido lo español también mejor, a través de él.

Personaje efusivo y traslaticio de la vida, testigo humorista y necesario de las grandes solemnidades del vivir, no ha podido dedicar mucho tiempo a crear, pero con ese ex libris sobrio y seguro que ha compuesto con media docena de libros ha dejado sentado un marchamo admirable, una clarividencia sin tribulaciones ni barbilindismo que nadie ni nada podrá hacer desaparecer ni disimular siquiera.

Una arquitectura nueva del comprender, en estilo limpio y sin dubitación, adquiere toda su evolución en Oliverio Girondo y con parquedad divisa lo español como se divisa desde España lo americano. Por primera vez la respuesta tenía el mismo calibre de la pregunta, amén de su originalidad aureolada de una luz inédita.

No aprovechó ningún tópico de la vida de su alrededor sino el alentar universal situándose como hombre que amanece al mundo eterno y total. Quiso que se viera que la reacción de un argentino frente al espectáculo del mundo, tenía igual grandeza, igual orgullo ofendido y sarcástico, la misma locuacidad metafórica que en el sitio de más acendrada civilización literaria. Lo consiguió y atrajo en mí la seguridad y la necesidad del viaje, pues tengo que confesar que Oliverio me dio la fe en la feliz arribanza.

Cuando en la hora fuera de la hora circunstancial de las componendas y del intercambio de los falaces hispanoamericanismos, se reúna en una antología la voz de los claros varones de las letras americanas, Oliverio Girondo dará una de las primeras evidencias de América con el título envidiable de precursor.

Osadía, valor, sobrepasación habrá en las páginas de él que se escojan y señalada la fecha se verá que fue el primero en lanzarse a la prosa desmedida, libre, paradójica y temeraria que había de volver a inventar el mundo y a encararse con su más sincera inspiración.

No podemos, no debemos consentir por todo eso que el signo de la muerte sea el que consagre y descubra a los grandes hombres como aquí suele suceder muy a menudo.

A Oliverio hay que darle en vida la respuesta a su exuberancia, a su fidelidad literaria, a su clarividencia fulminante.

Audaz, sin haber dejado que se haga vulgar ninguno de los días de su vida, su obra está bien escrita y puede entrar en la antología de lo español, lo cual es muy importante porque la literatura española es una literatura universal y hay que ir por sus cien millones de lectores.

Por eso merece la pena del apurado trabajo, del trágico esfuerzo, porque es universal —sin necesitar ser traducida como otras literaturas para lograr ser universales— gracias al extenso límite que puede conseguir en su propio idioma, aceptado en su pureza por pueblos tan diferentes.

No le importa lo circunstancial a Oliverio Girondo y por eso vive tranquilo con los mejores pectorales de oro de las civilizaciones incaicas —museo de objetos de oro precolombinos que saca y mete en los nichos del Banco de la Nación—, entre sus primitivos castellanos, su Maître Moulins del siglo XV, sus cuadros modernos, su botella de coñac “El Cometa”, su espejo de señorío desde el que hace los honores como nadie desde mayores haciendas, representante máximo del pueblo de los conciliados en contraste con el de los irreconciliables, este pueblo a cuyas playas me he acogido indefinidamente para conservar mi independencia sin remordimientos, sin temores y sin claudicación, defendiendo como un adelantado de España en Indias, la España eternal sobre la que se quiere inventar una nueva negrura falsa y tendenciosa.

Oliverio es un creador de formas nuevas, sin cabalismo, con la más vívida luz de América, como si hubiese montado a pelo el caballo de la ráfaga pampera.

Fue animador y fue animado por un grupo de argentinos jóvenes, nobles, dados a la generosidad del Arte —y que no se han repetido con la misma largueza en las generaciones siguientes— y en cuyo grupo figuraba Ricardo Güiraldes, Zapata Quesada, González Garaño, Crespo, Becu, Presbisch, Eduardo Bullrich, Adán Diehl, Monsegur, etc.

Yo que convivía con ellos en el París de Modigliani, sé el optimismo y la fe con que abrían horizontes pampeanos en las paredes grises.

Ante Oliverio Girondo comprendí todo lo que se engloba en la palabra amigazo, amigazo para la conflagración espiritual, bohemia y poética, capaz de decir la clara opinión y tomar el partido del desinterés.

Hemos estado en delirio de ideas y de estilos y siempre él ha sido gran señor de la noche transiberiana.

Amábamos el arte, pero nos defendíamos de ser hipócritas que se sacian en los vicios secretos. Bebíamos sólo hasta exaltar las ideas, porque como Musset dijo en Fantasio:

“Un soneto vale más que un largo poema y un vaso de vino vale más que un soneto.”

Cada día que pasa veo a Oliverio el aristócrata representativo de América, lleno de talento y de vitalidad y compensada su aristocracia por una radical bohemia de artista.

He vivido en medio de los mejores hidalgos y ricos hombres de España y de fuera de España, pero tengo que confesar en esta hora de las supremas confesiones, que este hidalgo original de América, generoso, seleccionador y depurado por la poesía y la bohemia, es superior a todos los que vi, como flor doble de América y de la antigua y mejor España.

Es el hombre de más bello vivir que he encontrado, comprensivo, supervidente, eligiendo sus horas y sus comensales en la mayor independencia de la vida, verboso, imaginario, asomado a los últimos balcones.

Hemos marcado un récord de brindis hasta el tercer amanecer, en soledad liberada del mundo, contestes en la misma imagen, viendo yo cómo fue y podría ser el prócer verdadero de América, el que admiró Lope de Vega al verle pasar por Madrid.

*
Ramón Gómez de la Serna nació en Madrid en 1888 y murió en Buenos Aires en 1963. Licenciado en derecho por la Universidad de Oviedo, consagró su vida exclusivamente a la actividad literaria, en la que se mostró como un escritor fecundo y pionero de un tipo de literatura que, dentro de la más pura vanguardia, es de una gran originalidad. Sus primeras obras muestran una actitud crítica e innovadora frente al panorama literario español, dominado por los noventayochistas, y coinciden con la dirección, asumida desde 1908, de la revista Prometeo, receptora y difusora de los primeros manifiestos vanguardistas en España, de los que fue su primer e incondicional defensor e impulsor. Animador indiscutible de la vida literaria madrileña, en 1914 creó una de las tertulias más frecuentadas y famosas con que ha contado Madrid, la del Café Pombo. Su particular visión de la literatura, concebida dentro de los presupuestos del arte por el arte, sin ningún intento de reflexión ideológica, dio lugar a un género inventado por él, las greguerías, definidas por el propio autor como “metáfora más humor”. Consisten en frases breves, de tipo aforístico, que no pretenden expresar ninguna máxima o verdad, sino que retratan desde un ángulo insólito realidades cotidianas con ironía y humor, a base de expresiones ingeniosas, alteraciones de frases hechas o juegos conceptuales o fonéticos.

Su vasta producción literaria incluye desde artículos y ensayos, algunos agrupados en libros, hasta dramas de tema erótico y obras más o menos novelísticas, muchas de ellas basadas en una trama truculenta, al modo de los folletines costumbristas, que por las incoherencias en la narración, las imágenes de tipo surrealista o el barroquismo de la expresión se convierten en una forma de absurdo que destruye todo sentimentalismo y las acerca a lo patético y grotesco.

En 1936, a raíz del estallido de la guerra civil española, se exilió en Buenos Aires con su esposa, la escritora Luisa Sofovich, y en 1948 publicó la obra autobiográfica Automoribundia, testimonio de su vida y compendio de su estilo y su personal concepción literaria.






20 POEMAS PARA SER LEÍDOS EN EL TRANVÍA 

Facsímil primera edición, ilustrado por el autor. Clic para descargar
1922 
Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo SUBLIME


A "La Púa"

Cenáculo fraternal, con la certidumbre reconfortante de que, en nuestra calidad de latinoamericanos, poseemos el mejor estómago del mundo, un estómago ecléctico, libérrimo, capaz de digerir, y de digerir bien, tanto unos arenques septentrionales o un kouskous oriental, como una becasina cocinada en la llama o uno de esos chorizos épicos de Castilla,




OLIVERIO

CARTA ABIERTA A "LA PÚA"

Señor don Evar Méndez.
Querido Evar: Un libro -y sobre todo un libro de poemas- debe justificarse por sí mismo, sin prólogos que lo defiendan o lo expliquen.
Tú insistes, sin embargo, en la necesidad de que lleve uno la presente edición.
Eludo y condesciendo a tu pedido, apuntándote la carta que envié a "La Puá", desde París; carta cuyo ingenuo escepticismo podrá, actualmente, hacernos sonreír, pero que tiene, al menos, la ventaja de haber sido escrita contemporáneamente a la publicación de mis 20 poemas.

Te abraza
O.G.

¡Qué quieren ustedes!... A veces los nervios se destemplan... Se pierde el coraje de continuar sin hacer nada... ¡Cansancio de nunca estar cansado! Y se encuentran ritmos al bajar la escalera, poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda.
Lo que sucede entonces es siniestro. El pasatiempo se transforma en oficio. Sentimos pudores de preñez. Nos ruborizamos si alguien nos mira la cabeza. Y lo que es más terrible aún, sin que nos demos cuenta, el oficio termina por interesarnos y es inútil que nos digamos: "Yo no quiero optar, porque optar es osificarse. Yo no quiero tener una actitud, porque todas las actitudes son estúpidas... hasta aquella de no tener ninguna"...
Irremediablemente terminamos por escribir: Veinte poemas para ser leídos en el tranvía.
¿Voluptuosidad de humillarnos ante nuestros propios ojos? ¿Encariñamiento con lo que despreciamos? No lo sé. El hecho es que en lugar de decidir su cremación, condescendemos en enterrar el manuscrito en un cajón de nuestro escritorio, hasta que un buen día, cuando menos podíamos preverlo, comienzan a salir interrogantes por el ojo de la cerradura.
¿Un éxito eventual sería capaz de convencernos de nuestra mediocridad? ¿No tendremos una dosis suficiente de estupidez, como para ser admirados?... Hasta que uno contesta a la insinuación de algún amigo: "¿Para qué publicar? Ustedes no lo necesitan para estimarme, los demás...", pero como el amigo resulta ser apocalíptico e inexorable, nos replica: "Porque es necesario declararle como tú le has declarado la guerra a la levita, que en nuestro país lleva a todas partes; a la levita con que se escribe en España, cuando no se escribe de golilla, de sotana o en mangas de camisa. Porque es imprescindible tener fe, como tú tienes fe, en nuestra fonética, desde que fuimos nosotros, los americanos, quienes hemos oxigenado el castellano, haciéndolo un idioma respirable, un idioma que puede usarse cotidianamente y escribirse de «americana», con la «americana» nuestra de todos los días..." Y yo me ruborizo un poco al pensar que acaso tenga fe en nuestra fonética y que nuestra fonética acaso sea tan mal educada como para tener siempre razón... y me quedo pensado en nuestra patria que tiene la imparcialidad de un cuarto de hotel, y me ruborizo un poco al constatar lo difícil que es apegarse a los cuartos de hotel.
¿Publicar? ¿Publicar cuando hasta los mejores publican 1.071% veces más de lo que debieran publicar?... Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no pretendo sufrir la humillación de los gorriones. Yo no aspiro a que me babeen la tumba de lugares comunes, ya que lo único realmente interesante es el mecanismo de sentir y de pensar. ¡Prueba de existencia!
Lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo? Y cortar las amarras lógicas, ¿no implica la única y verdadera posibilidad de aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que sentimos el cansancio de repetir los gestos de los que hace 70 siglos están bajo la tierra? Y ¿cuál sería la razón de no admitir cualquier probabilidad de rejuvenecimiento? ¿No podríamos atribuirle, por ejemplo, todas las responsabilidades a un fetiche perfecto y omnisciente, y tener fe en la plegaria o en la blasfemia, en el albur de un aburrimiento paradisíaco o en la voluptuosidad de condenarnos? ¿Qué nos impediría usar de las virtudes y de los vicios como si fueran ropa limpia, convenir en que el amor no es un narcótico para el uso exclusivo de los imbéciles y ser capaces de pasar junto a la felicidad haciéndonos los distraídos?
Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradictorio -sinónimo de vida- no renuncio ni a mi derecho de renunciar, y tiro mis Veinte poemas, como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto.

OLIVERIO GIRONDO

París, diciembre, 1922.


                         


PAISAJE BRETÓN

Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas corrió dados,
un pedazo de mar,
con un olor a sexo que desmaya.

¡Barcas heridas, en seco, con las alas plegadas!
¡Tabernas que cantan con una voz de orangután!

Sobre los muelles,
mercurizados por la pesca,

marineros que se agarran de los brazos
para aprender a caminar,
y van a estrellarse
con un envión de ola
en las paredes;
mujeres salobres,
enyodadas,
de ojos acuáticos, de cabelleras de alga,
que repasan las redes colgadas de los techos
como velos nupciales.

El campanario de la iglesia,
es un escamoteo de prestidigitación,
saca de su campana
una bandada de palomas.

Mientras las viejecitas,
con sus gorritos de dormir,
entran a la nave
para emborracharse de oraciones,
y para que el silencio
deje de roer por un instante
las narices de piedra de los santos.

Douarnenez, julio, 1920.

                        

CAFÉ-CONCIERTO




Las notas del pistón describen trayectorias de cohete, vacilan en el aire, se apagan antes de darse contra el suelo.



Salen unos ojos pantanosos, con mal olor, unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas, unas piernas que hacen humear el escenario.
La mirada del público tiene más densidad y más calorías que cualquier otra, es una mirada corrosiva que atraviesa las mallas y apergamina la piel de las artistas.

Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que un "maquereau" tiene en el dedo meñique, una reunión de prostitutas con un relente a puerto, un inglés que fabrica niebla con sus pupilas y su pipa.

La camarera me trae, en una bandeja lunar, sus senos semi-desnudos... unos senos que me llevaría para calentarme los pies cuando me acueste.

El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto.

Brest, agosto, 1920. 

                       

CROQUIS EN LA ARENA

La mañana se pasea en la playa empolvada de sol.

Brazos.
Piernas amputadas. 
Cuerpos que se reintegran. Cabezas flotantes de caucho.

Al tornearles los cuerpos a las bañistas, las olas alargan sus virutas sobre el aserrín de la playa.

¡Todo es oro y azul!

La sombra de los toldos. Los ojos de las chicas que se inyectan novelas y horizontes. Mi alegría, de zapatos de goma, que me hace rebotar sobre la arena.

Por ochenta centavos, los fotógrafos venden los cuerpos de las mujeres que se bañan.

Hay quioscos que explotan la dramaticidad de la rompiente. Sirvientas cluecas. Sifones irascibles, con extracto de mar. Rocas con pechos algosos de marinero y corazones pintados de
esgrimista. Bandadas de gaviotas, que fingen el vuelo destrozado 
de un pedazo blanco de papel.

¡Y ante todo está el mar!

¡El mar!... ritmo de divagaciones. ¡El mar! con su baba y con su epilepsia.

¡El mar!... hasta gritar

¡BASTA!

como en el circo.

Mar del Plata, octubre, 1920.

                   

NOCTURNO

Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos. Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas. Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras, y en que las cañerías tienen gritos estrangulados, como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa, al dar vuelta la llave de la electricidad, en el espanto que sentirán las sombras, y quisiéramos avisarles para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones. Y a veces las cruces de los postes telefónicos, sobre las azoteas, tienen algo de siniestro y uno quisiera rozarse a las paredes, como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos que nos pasaran la mano por el lomo, y en las que súbitamente se comprende que no hay ternura comparable a la de acariciar algo que duerme.
¡Silencio! -grillo afónico que nos mete en el oído-. ¡Can¬tar de las canillas mal cerradas! -único grillo que le conviene a la ciudad-.

Buenos Aires, noviembre, 1921.

                   

RIO DE JANEIRO

La ciudad imita en-cartón, una ciudad de pórfido. 
Caravanas de montañas acampan en los alrededores.

El "Pan de Azúcar" basta para almibarar toda la bahía... 
El "Pan de Azúcar" y su alambre carril, que perderá el equilibrio por no usar una sombrilla de papel.

Con sus caras pintarrajeadas, los edificios saltan unos encima de otros y cuando están arriba, ponen el lomo, para que las palmeras les den un golpe de plumero en la azotea.

El sol ablanda el asfalto y las nalgas de las mujeres, madura las peras de la electricidad, sufre un crepúsculo, en los botones de ópalo que los hombres usan hasta para abrocharse la bragueta.

¡Siete veces al día, se riegan las calles con agua de jazmín!

Hay viejos árboles pederastas, florecidos en rosas té; y viejos árboles que se tragan los chicos que juegan al arco en los paseos. Frutas que al caer hacen un huraco enorme en la vereda; negros que tienen cutis de tabaco, las palmas de las manos hechas de coral, y sonrisas desfachatadas de sandía.

Sólo por cuatrocientos mil reis se toma un café, que perfuma todo un barrio de la ciudad durante diez minutos.

Río de Janeiro, noviembre, 1920.

                        

APUNTE CALLEJERO

En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana.

Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar algún lastre sobre la vereda...

Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las ruedas de un tranvía.


MILONGA

Sobre las mesas, botellas decapitadas de "champagne" con corbatas blancas de payaso, baldes de níquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de "cocottes".

El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso, contradice el pelo rojo de la alfombra, imanta los pezones, los pubis y la punta de los zapatos.

Machos que se quiebran en un corte ritual, la cabeza hundida entre los hombros, la jeta hinchada de palabras soeces.

Hembras con las ancas nerviosas, un poquitito de espuma en las axilas, y los ojos demasiado aceitados.

De pronto se oye un fracaso de cristales. Las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire. Un enorme espejo se derrumba con las columnas y la gente que tenía dentro; mientras entre un oleaje de brazos y de espaldas estallan las trompadas, como una rueda de cohetes de bengala.

Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta.

Buenos Aires, octubre, 1921

                         

VENECIA

Se respira una brisa de tarjeta postal.

¡Terrazas! Góndolas con ritmos de cadera. Fachadas que reintegran tapices persas en el agua. Remos que no terminan nunca de llorar.

El silencio hace gárgaras en los umbrales, arpegia un "pizzicato" en las amarras, roe el misterio de las casas cerradas.

Al pasar debajo de los puentes, uno aprovecha para ponerse colorado.

Bogan en la Laguna, "dandys" que usan un lacrimatorio en el bolsillo con todas las iridiscencias del canal, mujeres que han traído sus labios de Viena y de Berlín para saborear una carne de color aceituna, y mujeres que sólo se alimentan de pétalos de rosa, tienen las manos incrustadas de ojos de serpiente, y la quijada fatal de las heroínas d’Annunzianas.

¡Cuando el sol incendia la ciudad, es obligatorio ponerse un alma de Nerón!

En los "piccoli canali" los gondoleros fornican con la noche, 
anunciando su espasmo con un triste cantar, mientras la luna engorda, como en cualquier parte, su mofletudo visaje de portera.

Yo dudo que aún en esta ciudad de sensualismo, existan falos más llamativos, y de una erección más precipitada, que la de los badajos del "campanile" de San Marcos.

Venecia, julio, 1921.

                             

EXVOTO

A las chicas de Flores

Las chicas de Flores,
tienen los ojos dulces,
como las almendras azucaradas
de la Confitería del Molino,
y usan moños de seda
que les liban las nalgas
en un aleteo de mariposa.

Las chicas de Flores,
se pasean tomadas de los brazos,
para transmitirse sus estremecimientos,
y si alguien las mira en las pupilas,
aprietan las piernas,
de miedo de que el sexo
se les caiga en la vereda. 

Al atardecer,
todas ellas cuelgan
sus pechos sin madurar
del ramaje de hierro de los balcones,
para que sus vestidos
se empurpuren al sentirlas desnudas,
y de noche,
a remolque de sus mamás
-empavesadas como fragatas-
van a pasearse por la plaza,
para que los hombres
les eyaculen palabras al oído,
y sus pezones fosforescentes,
se enciendan y se apaguen como luciérnagas. 

Las chicas de Flores,
viven en la angustia
de que las nalgas se les pudran,
como manzanas que se han dejado pasar,
y el deseo de los hombres las sofoca tanto,
que a veces quisieran desembarazarse
de él como de un corsé,
ya que no tienen el coraje
de cortarse el cuerpo a pedacitos y arrojárselo,
a todos los que pasan por la vereda.

Buenos Aires, octubre, 1920.

                      

FIESTA EN DAKAR

La calle pasa con olor a desierto, entre un friso de negros sentados sobre el cordón de la vereda.

Frente al Palacio de la Gobernación: 
¡CALOR! ¡CALOR!
Europeos que usan una escupidera en la cabeza. 
Negros estilizados con ademanes de sultán.

El candombe les bate las ubres a las mujeres para que al pasar, el ministro les ordeñe una taza de chocolate.

¡Plantas callicidas! Negras vestidas de papagayo, con sus crías en uno de los pliegues de la falda. Palmeras, que de noche se estiran para sacarle a las estrellas el polvo que se les ha entrado en la pupila.

¡Habrá cohetes! ¡Cañonazos! Un nuevo impuesto a los nativos. Discursos en cuatro mil lenguas oscuras.

Y de noche:
¡ILUMINACIÓN!
a cargo de las constelaciones


CROQUIS SEVILLANO

El sol pone una ojera violácea en el alero de las casas, apergamina la epidermis de las camisas ahorcadas en medio de la calle.

¡Ventanas con aliento y labios de mujer!

Pasan perros con caderas de bailarín. Chulos con los pantalones lustrados al betún. Jamelgos que el domingo se arrancarán las tripas en la plaza de toros.

¡Los patios fabrican azahares y noviazgos!

Hay una capa prendida a una reja con crispaciones de murciélago. Un cura de Zurbarán, que vende a un anticuario una casulla robada en la sacristía. Unos ojos excesivos, que sacan llagas al mirar.

Las mujeres tienen los poros abiertos como ventositas y una temperatura siete décimos más elevada que la normal.

Sevilla, marzo, 1920.

                

CORSO

La banda de música le chasquea el lomo
para que siga dando vueltas
cloroformado bajo los antifaces
con su olor a pomo y a sudor
y su voz falsa
y sus adioses de naufragio
y su cabellera desgreñada de largas tiras de papel
que los árboles le peinan al pasar
junto al cordón de la vereda
donde las gentes
le tiran pequeños salvavidas de todos los colores
mientras las chicas
se sacan los senos de las batas
para arrojárselos a las comparsas
que espiritualizan
en un suspiro de papel de seda
su cansancio de querer ser feliz
que apenas tiene fuerzas para llegar
a la altura de las bombitas de luz eléctrica.

Mar del Plata, febrero, 1921.

                    

BIARRITZ

El casino sorbe las últimas gotas de crepúsculo.

Automóviles afónicos. Escaparates constelados de estrellas falsas. Mujeres que van a perder sus sonrisas al bacará.

Con la cara desteñida por el tapete, los "croupiers" ofician, los ojos bizcos de tanto ver pasar dinero.

¡Pupilas que se licuan al dar vuelta las cartas!
¡Collares de perlas que hunden un tarascón en las gargantas!

Hay efebos barbilampiños que usan una bragueta en el trasero. Hombres con baberos de porcelana. Un señor con un cuello que terminará por estrangularlo. Unas tetas que saltarán de un momento a otro de un escote, y lo arrollarán todo, como dos enormes bolas de billar.

Cuando la puerta se entreabre, entra un pedazo de "foxtrot".

Biarritz, octubre, 1920.

                  


OTRO NOCTURNO




La luna, como la esfera luminosa del reloj de un edificio público.



¡Faroles enfermos de ictericia! ¡Faroles con gorras de "apache", que fuman un cigarrillo en las esquinas!

¡Canto humilde y humillado de los mingitorios cansados de cantar!;Y silencio de las estrellas, sobre el asfalto humedecido!

¿Por qué, a veces, sentiremos una tristeza parecida a la de un par de medias tirado en un rincón?, y ¿por qué, a veces, nos interesará tanto el partido de pelota que el eco de nuestros pasos juega en la pared?

Noches en las que nos disimulamos bajo la sombra de los árboles, de miedo de que las casas se despierten de pronto y nos vean pasar, y en las que el único consuelo es la seguridad de que nuestra cama nos espera, con las velas tendidas hacia un país mejor.

París, julio, 1921.

                  

PEDESTRE

En el fondo de la calle, un edificio público aspira el mal olor de la ciudad.

Las sombras se quiebran el espinazo en los umbrales, se acuestan para fornicar en la vereda.

Con un brazo prendido a la pared, un farol apagado tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil.

Las miradas de los transeúntes ensucian las cosas que se exhiben en los escaparates, adelgazan las piernas que cuelgan bajo las capotas de las victorias.

Junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una mujer.
Pasa: una inglesa idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un perro fracasado, con ojos de prostituta que nos da vergüenza mirarlo y dejarlo pasar .

De repente: el vigilante de la esquina detiene de un golpe de batuta todos los estremecimientos de la ciudad, para que se oiga en un solo susurro, el susurro de todos los senos al rozarse.

Buenos Aires, agosto, 1920.

                

CHIOGGIA

Entre un bosque de mástiles,
y con sus muelles empavesados de camisas,
Chioggia
fondea en la laguna,
ensangrentada de crepúsculo
y de velas latinas.

¡Redes tendidas sobre calles musgosas... sin afeitar!
¡Aire que nos calafatea los pulmones, dejándonos un gusto
de alquitrán!

Mientras las mujeres 
se gastan las pupilas 
tejiendo puntillas de neblina, 
desde el lomo de los puentes, 
los chicos se zambullen 
en la basura del canal.

¡Marineros con cutis de pasa de higo y como garfios los dedos 
de los pies!
Marineros que remiendan las velas en los umbrales y se ciñen 
con ella la cintura, como con una falda suntuosa y con olor 
a mar. 

Al atardecer, un olor a frituras agranda los estómagos, 
mientras los zuecos comienzan a cantar...

Y de noche, la luna, al disgregarse en el canal, finge un 
enjambre de peces plateados alrededor de una carnaza.

Venecia, julio, 1921.

             

PLAZA

Los árboles filtran un ruido de ciudad.

Caminos que se enrojecen al abrazar la rechonchez de los parterres. Idilios que explican cualquiera negligencia culinaria. Hombres anestesiados de sol, que no se sabe si se han muerto.

La vida aquí es urbana y es simple. 

Sólo la complican: 

Uno de esos hombres con bigotes de muñeco de cera, que enloquecen a las amas de cría y les ordeñan todo lo que han ganado con sus ubres.

El guardián con su bomba, que es un "Manneken-Pis".

Una señora que hace gestos de semáforo a un vigilante, al sentir que sus mellizos se están estrangulando en su barriga.

Buenos Aires, diciembre, 1920.

        

LAGO MAYOR

Al pedir el boleto hay que "impostar" la voz. 

¡ISOLA BELLA! ¡ISOLA BELLA!

Isola Bella, tiene justo el grandor que queda bien, en la tela que pintan las inglesas.

Isola Bella, con su palacio y hasta con el lema del escudo de sus puertas de pórfido:

"HUMILITAS"

¡Salones! Salones de artesonados tormentosos donde cuatrocientas cariátides se hacen cortes de manga entre una bandada de angelitos.

"HUMILITAS"

Alcobas con lechos de topacio que exigen que quien se acueste en ellos se ponga por lo menos una "aigrette" de ave de paraíso en el trasero.

"HUMILITAS"

Jardines que se derraman en el lago en una cascada de terrazas, y donde los pavos reales abren sus blancas sombrillas de encaje, para taparse el sol o barren, con sus escobas incrustadas de zafiros y de rubíes, los caminos ensangrentados de amapolas.


"HUMILITAS"

Jardines donde los guardianes lustran las hojas de los árboles para que al pasar, nos arreglemos la corbata, y que -ante la desnudez de las Venus que pueblan los boscajes- nos brindan una rama de alcanfor...

¡ISOLA BELLA!...

Isola Bella, sin duda, es el paisaje que queda bien, en la tela que pintan las inglesas.

Isola- Bella, con su palacio y hasta con el lema del escudo de sus puertas de pórfido:

"HUMILITAS"

Pallanza, abril, 1922.

                

SEVILLANO

En el atrio: una reunión de ciegos auténticos, hasta con placa, una jauría de chicuelos, que ladra por una perra.

La iglesia se refrigera para que no se le derritan los ojos y los brazos... de los exvotos.

Bajo sus mantos rígidos, las vírgenes enjugan lágrimas de rubí. Algunas tienen cabelleras de cola de caballo. Otras usan de alfiletero el corazón.

Un cencerro de llaves impregna la penumbra de un pesado olor a sacristía. Al persignarse revive en una vieja un ancestral orangután.

Y mientras, frente al altar mayor, a las mujeres se les licua el sexo contemplando un crucifijo que sangra por sus sesenta y seis costillas, el cura mastica una plegaria como un pedazo de "chewing gum".

Sevilla, abril, 1920.

                  

VERONA

¡Se celebra el adulterio de María con la Paloma Sacra!

Una lluvia pulverizada lustra "La Plaza de las Verduras", se hincha en globitos que navegan por la vereda y de repente estallan sin motivo.

Entre los dedos de las arcadas, una multitud espesa amasa su desilusión; mientras, la banda gruñe un tiempo de vals, para que los estandartes den cuatro vueltas y se paren.

La Virgen, sentada en una fuente, como sobre un "bidé", derrama un agua enrojecida por las bombitas de luz eléctrica que le han puesto en los pies.

¡Guitarras! ¡Mandolinas! ¡Balcones sin escalas y sin Julietas! Paraguas que sudan y son como la supervivencia de una flora ya fósil. Capiteles donde unos monos se entretienen desde hace nueve siglos en hacer el amor.

El cielo simple, verdoso, un poco sucio, es del mismo color que el uniforme de los soldados.

Verona, julio, 1921. 88


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